Esta semana se ha celebrado el Festival de cine de San Sebastián, el último gran festival de la temporada tras Berlín Venecia y Cannes. Aprovechando que por primera vez tenía un septiembre más o menos placentero (no había exámenes pero si algún rodaje) algunos compañeros del curso de cine nos acercamos para ver de que iba todo aquello.
Era la primera vez que me visitaba esa ciudad cuya belleza han cantado innumerables poetas y algún empalagoso juntaletras más. Decidimos ir en autobús por ser la opción más accesible por horario y precio. Y lo que me encontré allí fue una maqueta gigante de playmobil, de aquella serie de arquitectura post victoriana a la que pertenecía la casa de muñecas. Una ciudad demasiado de postal, de figurín, que transmitía las mismas sensaciones que un desfile de alta costura: mucha virguería técnica pero carente de un pulso vital que se adivina en gran parte de los pueblos de Euskadi. Todo me parecía demasiado estirado, consciente de se una ciudad escaparate (supongo por la influencia gabacha). Que no digo que sea fea, ojo, pero prefiero el pulso vital de Bilbao ante la indolencia donostiarra.
Para los gallegos es fácil identificar estas sensaciones por que es lo mismo que se siente si uno visita Vigo y La Coruña. Una es un núcleo industria construido en una imposible suerte de cuestas que hace pensar en ese sentimiento, tan vasco, por otro lado, de : aquí monto una ciudad por mis cojones y a ver quién se atreve a decirme que no hay huevos. La otra es conocida como el balcón del Atlántico, un sitio para mirar pero también para ser visto con mayor notoriedad. Todo expuesto para ser disfrutado en una primera lectura que con el tiempo se torna en el desengaño de descubrir el truco del mago- arquitecto.
Como le pasa a La Coruña, Donosti también sufre del mal de la pasarela, de haber sido concebida para ser admirada por el visitante pero no por el habitante. Aunque, y aquí llego por fin al meollo de lo que quería exponer, tenga una estación de autobuses tercermundista. Un pedazo de asfalto con una pequeña cubierta bajo la cual no me gustaría estar un día de invierno. Apenas cuenta con seis andenes sin numerar por lo que los autobuses las van ocupando según llegan, teniendo que estar atento si no te quieres quedar en tierra (como le paso a un servidor anonadado ante la broma de estación que era aquello). Las taquillas de las diferentes compañías que tiene parada allí se encuentran repartidas en un edificio cercano alrededor del cual puedes dar un par de vueltas antes de encontrar las oficinas que te interesan. Y lo peor es que esta ciudad organiza un festival de cine con visos de internacional, es decir que no sólo se programan y proyectan películas de diferentes nacionalidades sino que aspiran a atraer a turistas y curiosos venidos de fuera, en especial de Francia que está a tiro de lapo. Me pareció tan aldeano ese concepto (si habéis pasado por Xinzo de Limia o Verín, sus estaciones está mejor preparadas que la de Donosti), que me pregunté como nadie había echo nada antes.
Aunque hay que reconocerles algo a los donostiarras: son conscientes de que por su ciudad pasa un río y que, a pesar de que desemboque en el mar y sufra mareas, no es una ría, que es como los bilbaínos se refieren a su río Nervión.
Era la primera vez que me visitaba esa ciudad cuya belleza han cantado innumerables poetas y algún empalagoso juntaletras más. Decidimos ir en autobús por ser la opción más accesible por horario y precio. Y lo que me encontré allí fue una maqueta gigante de playmobil, de aquella serie de arquitectura post victoriana a la que pertenecía la casa de muñecas. Una ciudad demasiado de postal, de figurín, que transmitía las mismas sensaciones que un desfile de alta costura: mucha virguería técnica pero carente de un pulso vital que se adivina en gran parte de los pueblos de Euskadi. Todo me parecía demasiado estirado, consciente de se una ciudad escaparate (supongo por la influencia gabacha). Que no digo que sea fea, ojo, pero prefiero el pulso vital de Bilbao ante la indolencia donostiarra.
Para los gallegos es fácil identificar estas sensaciones por que es lo mismo que se siente si uno visita Vigo y La Coruña. Una es un núcleo industria construido en una imposible suerte de cuestas que hace pensar en ese sentimiento, tan vasco, por otro lado, de : aquí monto una ciudad por mis cojones y a ver quién se atreve a decirme que no hay huevos. La otra es conocida como el balcón del Atlántico, un sitio para mirar pero también para ser visto con mayor notoriedad. Todo expuesto para ser disfrutado en una primera lectura que con el tiempo se torna en el desengaño de descubrir el truco del mago- arquitecto.
Como le pasa a La Coruña, Donosti también sufre del mal de la pasarela, de haber sido concebida para ser admirada por el visitante pero no por el habitante. Aunque, y aquí llego por fin al meollo de lo que quería exponer, tenga una estación de autobuses tercermundista. Un pedazo de asfalto con una pequeña cubierta bajo la cual no me gustaría estar un día de invierno. Apenas cuenta con seis andenes sin numerar por lo que los autobuses las van ocupando según llegan, teniendo que estar atento si no te quieres quedar en tierra (como le paso a un servidor anonadado ante la broma de estación que era aquello). Las taquillas de las diferentes compañías que tiene parada allí se encuentran repartidas en un edificio cercano alrededor del cual puedes dar un par de vueltas antes de encontrar las oficinas que te interesan. Y lo peor es que esta ciudad organiza un festival de cine con visos de internacional, es decir que no sólo se programan y proyectan películas de diferentes nacionalidades sino que aspiran a atraer a turistas y curiosos venidos de fuera, en especial de Francia que está a tiro de lapo. Me pareció tan aldeano ese concepto (si habéis pasado por Xinzo de Limia o Verín, sus estaciones está mejor preparadas que la de Donosti), que me pregunté como nadie había echo nada antes.
Aunque hay que reconocerles algo a los donostiarras: son conscientes de que por su ciudad pasa un río y que, a pesar de que desemboque en el mar y sufra mareas, no es una ría, que es como los bilbaínos se refieren a su río Nervión.
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