domingo, 27 de septiembre de 2009

Al final si que se va a acabar el mundo

Si se aprueba la nueva Ley del Cine (actualización: un post donde la desmenuzan un poco más: la ley del cabreo), por fin podré poner en marcha mi personal plan de ataque y derribo del cine español. Ahora resulta que lo que importa no es concebir un buen proyecto, original y bien trabajado, sino tener un buen par de ovarios (también vale tener una deficiencia mental de origen cromosómico, por que de deficientes a secas el cine está lleno) o algún rasgo que te separe de ser varón, blanco en posesión de sus facultades mentales. Por que lo que importa es que las mujeres dirijan más películas sin importar si esas películas van a tener un mínimo de calidad o de interés para el público.

Aquí voy a abrir un paréntesis para hablar de películas como Mentiras y gordas o Fuga de cerebros. Si atraen al público, yo estaré encantado por que demostrará que hay gente capaz de hacer películas que superen los prejuicios de nuestro cine y levantan películas que conectan con el adolescente medio igual que los blockbusters yanquis. Lo que no acepto es cuando se hacen películas supuestamente molonas y chachis (nótese la elección de los adjetivos) que en la puta vida van a atraer a la chavalería a no ser que se vuelva a poner de moda el jaco (que a tenido un ligero repunte) y el pegamento como drogas sociales. Cierro el paréntesis.

Lo que más miedo me da, volviendo al tema de la Ley y la discriminación positiva (¿no habíamos quedado que la discriminación es un adjetivo descalificativo?), es que en futuro nos invada una ola de cine perpetrada por ordas de clones de Isabel Coixet (lagarto, lagarto; nunca pronuncies su nombre tres veces delante de un espejo, quedáis avisados). Una saga de Mapa de los sonidos de... el Soho, Manhattan, Helsinki, París, Teruel y todos los sitios cool y con glamour que se os ocurran. Pensad que la peliculucha de la Coixet no es más que un burdo intento de explotar esa (en mi opinión) hipermegasobrevalorada postal lánguida que es Lost in Translation. Las mismas gamas crómáticas (¿en Japón existe algún color que no sea fluorescente o neón?), los mismos planos- postal super-íntimos-que-te-cagas (¿acaso un peli sobre Japón tiene que ser leeenta?), las mismas poses de los actores con cara de: no tenía que haberme comido aquel bol de pescado crudo por muy modelno que parezca.

Una ley del cine tiene que abogar por una discriminación positiva en cuanto a la calidad de los proyectos, es decir, que sólo aquellos que no huelan a truñazo desde lejos (¿alguien a dicho Rosales?) sean subencionados. Lo de los dos millones de euros y los 60.000 espectadores exigidos para recibir la pasta me parecen medio bien. Sólo medio por que podían haber rebajado el importe mínimo de una película a un millón y medio de euros (que parece poco pero son ochenta quilos de las añoradas pesetas). Lo de los espectadores me parece bien por que:

las productoras compran el mínimo de entradas necesarias para recibir la subvención (práctica habitual hasta en taquillazos). Si el mínimo sube, las productoras tendrán que rascar su bolsillo un poco más (lo siento pero ya somos mucho a vivir del Estado y hay que eliminar enemigos), el Estado recaudará más del cine y, esperemos, podrá reinventir ese dinero en aumentar las ayudas de los años siguientes. También conseguirá que las pleículas españolas aprezcan en las listas de taquilla (copadas actualmetne por pelis de fuera) con lo que les dará mayor notoriedad. Y por último una razón demasiado personal: por que la Ministra de Cultura tiene una cara que está pidiendo a gritos un bukake con todos los parlamentarios. Lo sé, parece que no tiene nada que ver, pero con decisiones como esta Ley del Cine se va acercando al sexo extremo, por lo pronto a ser soterrada bajo una tonelada de excrementos de todos los trabajadores del cine y de todos los internautas. Aunque la coprofagia parezca asquerosa, lo veo como un buen comienzo cara ese bukake (como se le llena la boca a uno cuando pronuncia la palabra bukake).

Aldeas globales

Esta semana se ha celebrado el Festival de cine de San Sebastián, el último gran festival de la temporada tras Berlín Venecia y Cannes. Aprovechando que por primera vez tenía un septiembre más o menos placentero (no había exámenes pero si algún rodaje) algunos compañeros del curso de cine nos acercamos para ver de que iba todo aquello.

Era la primera vez que me visitaba esa ciudad cuya belleza han cantado innumerables poetas y algún empalagoso juntaletras más. Decidimos ir en autobús por ser la opción más accesible por horario y precio. Y lo que me encontré allí fue una maqueta gigante de playmobil, de aquella serie de arquitectura post victoriana a la que pertenecía la casa de muñecas. Una ciudad demasiado de postal, de figurín, que transmitía las mismas sensaciones que un desfile de alta costura: mucha virguería técnica pero carente de un pulso vital que se adivina en gran parte de los pueblos de Euskadi. Todo me parecía demasiado estirado, consciente de se una ciudad escaparate (supongo por la influencia gabacha). Que no digo que sea fea, ojo, pero prefiero el pulso vital de Bilbao ante la indolencia donostiarra.

Para los gallegos es fácil identificar estas sensaciones por que es lo mismo que se siente si uno visita Vigo y La Coruña. Una es un núcleo industria construido en una imposible suerte de cuestas que hace pensar en ese sentimiento, tan vasco, por otro lado, de : aquí monto una ciudad por mis cojones y a ver quién se atreve a decirme que no hay huevos. La otra es conocida como el balcón del Atlántico, un sitio para mirar pero también para ser visto con mayor notoriedad. Todo expuesto para ser disfrutado en una primera lectura que con el tiempo se torna en el desengaño de descubrir el truco del mago- arquitecto.

Como le pasa a La Coruña, Donosti también sufre del mal de la pasarela, de haber sido concebida para ser admirada por el visitante pero no por el habitante. Aunque, y aquí llego por fin al meollo de lo que quería exponer, tenga una estación de autobuses tercermundista. Un pedazo de asfalto con una pequeña cubierta bajo la cual no me gustaría estar un día de invierno. Apenas cuenta con seis andenes sin numerar por lo que los autobuses las van ocupando según llegan, teniendo que estar atento si no te quieres quedar en tierra (como le paso a un servidor anonadado ante la broma de estación que era aquello). Las taquillas de las diferentes compañías que tiene parada allí se encuentran repartidas en un edificio cercano alrededor del cual puedes dar un par de vueltas antes de encontrar las oficinas que te interesan. Y lo peor es que esta ciudad organiza un festival de cine con visos de internacional, es decir que no sólo se programan y proyectan películas de diferentes nacionalidades sino que aspiran a atraer a turistas y curiosos venidos de fuera, en especial de Francia que está a tiro de lapo. Me pareció tan aldeano ese concepto (si habéis pasado por Xinzo de Limia o Verín, sus estaciones está mejor preparadas que la de Donosti), que me pregunté como nadie había echo nada antes.

Aunque hay que reconocerles algo a los donostiarras: son conscientes de que por su ciudad pasa un río y que, a pesar de que desemboque en el mar y sufra mareas, no es una ría, que es como los bilbaínos se refieren a su río Nervión.